La errancia y el extravío. Pensamientos de ‘Todo lo que se mueve’, de Valeria Mata

Marcela Fernández
6 min readSep 26, 2023

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No hay forma de borrar el cuerpo

Kin Coedel, ‘Dyal Thak’ (2021)

Junio, 2023.

En las últimas páginas de su libro Todo lo que se mueve, publicado en 2020, Valeria Mata recuerda cómo el poeta Matsuo Bashō (1644–1694) había vivido, de joven, en una cabaña junto al río Sumida, donde había sembrado un platanero — en japonés, bashō — , que le sirvió de seudónimo, siendo Kinkasu su verdadero nombre. La autora desarrolla que, además de escribir, Bashō viajaba, que gran parte de su vida la había pasado caminando. Para el poeta, los viajes representaban «una experiencia estética de encuentro con lugares y seres sugerentes».

La experiencia de la acción del viaje, del movimiento del cuerpo a través de distintos espacios, y las diferentes maneras humanas de habitarlos, forman conjuntamente un eje en torno al cual se articula la obra híbrida Todo lo que se mueve, considerada por su autora una «mezcla de estructuras portátiles, vagabundas y fragmentarias que se cruzan para tejer una red en la que el movimiento es el centro. La escritura es movimiento: abandonarse a una deriva incierta». La obra, publicada en España por el sello Comisura, es un diálogo entre texto e imagen, puestos alrededor de la noción del movimiento, la vida nómada, el desplazamiento y las raíces. La autora, antropóloga social e investigadora, reúne fragmentos de diarios, escritos, imágenes, crónicas y conversaciones, así como ideas tomadas de pensadores como Deleuze, Guattari o Barthes, o artistas como Bruno Munari (Sculture da viaggio), Constant Nieuwenhuys (New Babylon) y la obra de Freya Stark o Louise Bourgeois. Aparecen, de igual forma, nombres de numerosos autores, como Clarice Lispector, Mircea Eliade, Marosa di Giorgio o Ricardo Piglia. Pensamiento, recuerdo, narración e imagen se convierten, en su conjunto, en un collage metaliterario que representa una visión extendida de la noción de movimiento en la experiencia humana.

Kin Coedel, ‘Dyal Thak’ (2021)

En las páginas que aparecen bajo el título «Errancia y condena», Mata remarca cómo la palabra errancia en español tiene una doble etimología, procedente de un cruce entre los verbos latinos iterare, «viajar» y errare, «equivocarse». Recuerda, en este sentido, cómo el viaje ha sido utilizado como elemento de castigo en muchas historias antiguas, y se pregunta si la errancia no sería una liberación saludable, física y mental, que permitiera al individuo vagar desprendido de las ideas de utilidad, propósito y rentabilidad. Por otra parte, el nomadismo también ha sido — y es — padecido, no por elección propia ni a raíz de ninguna tradición, como en el caso de las personas sin hogar o aquellas que viven en el apartheid de los campamentos nómadas, entre la precariedad, la segregación y la negación de derechos, así como quienes no pueden habitar libremente y cuyos desplazamientos encuentran barreras constantes. El lector podría también pensar qué circunstancias permiten a unos pensar que «viajan», mientras que otros han de «desplazarse» y las condiciones de ambos movimientos, tanto como la percepción del lugar que los recibe, y en qué términos son recibidos los unos y los otros. Valeria Mata recuerda a su vez el proyecto de la artista Bouchra Khalili, The Mapping Journey Project, que recoge las voces de ocho migrantes que narran su trayecto desde sus países de origen hasta los de destino, historias acompañadas por vídeo. El proyecto quiere mostrar «una cartografía alternativa creada desde la perspectiva de las personas que se han visto obligadas, por diversas circunstancias, a cruzar las fronteras de manera arriesgada y compleja», en palabras de Mata.

Por otra parte, en «De la raíz a la ruta» nos plantea una reflexión alrededor de la idea de raíz, tan manida al hablar de la pertenencia de los individuos o colectividades a un espacio físico y una determinada cultura. «Enraizar» o «desarraigo» son siempre conceptos presentes en el dilema identitario del migrante. Mata recupera la idea de «rizoma», propuesta por Deleuze y Guattari, «una estructura múltiple que puede encontrarse en los tubérculos o los manglares […] no tiene un núcleo que sea su único tallo, sino que todos los puntos que lo conforman están conectados». El rizoma tiene una raigambre que crece, y de la cual pueden crecer tantos tallos como le permita el espacio geográfico. Viaja y se mueve, y el movimiento no lo desconecta del lugar, sino que reconfigura su relación con él. Más adelante, también nos hace replantear la idea del «hogar» y su configuración en nuestro imaginario colectivo: «¿Nuestra necesidad de hogar es un deseo genuino o surge de una vulnerabilidad, de una imposición?». La autora escribe sobre las relaciones que establecen ciertos individuos con el espacio que habitan de manera distinta a la apropiación, aquellos que solicitan su hospitalidad. El trashumante, en palabras de Valeria Mata, rechaza adueñarse del espacio que atraviesa, su economía es contraria a la acumulación, construye un entorno que no se basa en la explotación del lugar que ocupa provisionalmente. Esta relación, un trato distinto a la espacialidad, evidencia el carácter efímero de las cosas.

Kin Coedel, ‘Dyal Thak’ (2021)

Hay una idea particularmente llamativa en el libro: el silencio como reacción ante lo que conmueve y sorprende. El silencio como síntoma de aceptación, de recepción del mundo. Ver algo y dejarse inundar, sin quererlo abarcar. El ser humano tiende a clasificar, a intentar describir y, por tanto, acotar la realidad que lo sobrepasa. La autora remarca que, a veces, el lenguaje discursivo implica una pérdida, que «[l]as palabras transforman en abstracción el vibrante flujo de la sensación vivida para poder operar en el mundo […], la palabra tiene una carga de pasado e intelecto que choca con la frescura presente de la vivencia, la asimila a su marco y la absorbe». La vivencia no cabe en los códigos verbales. Frente a la imperiosa necesidad humana, que trata más adelante en el libro, de vivir las cosas en función de compartirlas, Valeria Mata invita a experimentar el movimiento como acto corporal. Todo viaje — voluntario o forzado, acomodado o precario — es sensible, y está más allá de la palabra. Los textos, las imágenes, las entradas de diarios, los recortes de periódicos, los billetes, los sellos, solo parcelan un trozo de movimiento, algo estático, por contra. Todo lo que se mueve es, así, un intento de expandir la parcela e ilustrar la experiencia de la errancia.

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Escribí esta especie de ‘reseña’ — o, más bien, pensamientos en un diario — después de mi cumpleaños, en junio de 2023, cuando recibí el libro como regalo. Este mismo verano me obsesioné la idea de retomar con una antigua pasión abandonada, la fotografía. Investigué, observé y pensé mucho en la obra de muchos artistas que no conocía. Kin Coedel, entre ellos, me fascinó por sus colores y sus rostros, por la delicadeza, quizá. La serie ‘Dyak Thak’ se compone de retratos hechos por el fotógrafo a comunidades nómadas en el Tíbet. Revisar ahora estos dos pensamientos recurrentes (el libro y la fotografía) me hace pensar que, de alguna manera, encontramos trozos de nosotras mismas en todo lo que miramos, se conectan y nos componen. Que a veces nos lleva tiempo unir varias piezas que nos dejamos por el camino para poder entenderlas más adelante todas juntas y vernos a nosotras mismas a través de ellas, si es que algo de todo esto tiene sentido.

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